martes, 17 de octubre de 2006

Las campanas ya no doblan por Lima


Esbeltos campanarios de la Catedral de Lima

Palma, al tratar sobre la ciudad de Lima de los SS. XVI al XIX, especialmente este último que le tocó vivir como testigo y cronista, nos remite, en más de una Tradición, a las campanas de las numerosas y venerables iglesias de la capital y a ese ordenamiento de la vida pía y citadina, siempre dispuesta en sus actividades a los golpes del badajo y el bronce.

Buena parte del tiempo de los habitantes del Rímac transcurría a los llamados de las torres -rezago en alguna forma de la costumbre musulmana del almuecín convocando a la oración desde los minaretes- la sonora actividad empezaba desde el amanecer con los maitines para atardecer con el ángelus y de vez en vez, durante la noche, broncos sones echaban al aire aisladas y sostenidas vibraciones del lúgubre toque de difuntos, señal de partida de algún morador que había entregado su alma a Dios después de recibir el Santísimo.

Cuando los juveniles ímpetus de Felipe Santiago Salaverry del Solar (1806-1836), deseoso del asiento de Pizarro, lanzaron a las tropas fuera de sus cuarteles, las campanas doblaron a rebato, esa especie de toque a generala que sirve para llamar a las armas entre la milicia.

Se conoce de viejas crónicas, que cuando la vieja ciudad tomada en revolución, como fue el caso de la entrada por la portada y barrio de Cocharcas del caudillo arequipeño Nicolás de Piérola Villena (1839-1913), aquellos 17, 18 y 19 de marzo del convulso año de 1895, resuelto a despojar por las armas al general ayacuchano Andrés Avelino Cáceres Dorregaray (1833 - 1923) del prolongado gobierno al que accedió después de correr de palacio, a su turno, al general cajamarquino Miguel Iglesias Pino (1830-1909) -cofirmante del tristemente célebre Tratado de Ancón (20 Oct.1883)-; decíamos que Lima, en completo cierrapuertas, convertida en campo de batalla, calle por calle, cuartel por cuartel, los limeños a salvo dentro de sus moradas pudieron seguir el victorioso avance de la revolución provinciana gracias al tañido de los campanarios de las iglesias de aquellos barrios o cuarteles que eran tomados a su paso.

Los bronces por sus peculiares notas, familiares desde muy temprano a los oídos de los vecinos, diferían unos de otros y no cabía duda que aquellos rápidos toques o repiques de una tiple era Cocharcas; las notas severas y broncas, Santa Ana; las pausadas y graves, San Camilo; así, Trinitarias, Santa Clara, Mercedarias, el Carmen hasta llegar a las céntricas y monumentales San Francisco, La Merced, Catedral, San Pedro y San Agustín, amén de Santo Domingo, cuya categoría de templos mayores alzaba la majestad de su alcurnia y sus dobles la soberbia musicalidad que movía al recogimiento y a los más recónditos ímpetus del alma, anunciaban la dirección del ataque.

Fue por aquellos días, cuando al abrigo de la hermosa San Agustín, en la Plazuela del Teatro, calle Teatro, donde Piérola había dispuesto su cuartel, que hacia allí fueron dirigidos los tiros de las baterías de Palacio y que uno de aquellos alcanzó de lleno en la torre que daba sobre la calle Lártiga y puso fin a la célebre Mónica, citada por don Ricardo Palma en su tradición Un virrey hereje y un campanero bellaco. No se ha reconstruido la torre de aquel campanario, ignoramos que exista el ánimo de hacerlo.

Lástima. No sabemos tampoco la razón del silencio de las campanas de Lima, otros ruidos y estridencias las han desplazado; probablemente lo avanzado de la edad de las torres y los sismos haya orientado tal ostracismo. Parte de la personalidad de la ciudad descansaba en el tañer de sus campanas, no sólo para llamar a la oración sino también en ocasión de las grandes festividades o para amanecer independientes cada 28 de julio; entonces, desde las alturas de la Catedral doblaba la mayor anunciando la fiesta nacional, o también por acontecimientos mundanos de alguna significación se echaban al vuelo en concierto campanas y esquilones de todas las torres al empezar un nuevo año.

Los señores del Patronato de Lima, y nuestros alcaldes en quienes ahora descansa la tradición, podrían explicar qué pasa, por qué ese silencio y por favor que ya no pendan ociosos los bronces en indolente inactividad, que regrese ese metálico vibrar, estímulo de la población; después de todo para eso fueron fundidos y elevados a esas atalayas que aún se yerguen severas y orgullosas de su activo pasado.


4 comentarios:

Luis Adolfo Siabala dijo...

Ambos artículos dignos de una pluma entusiasta de historia, de crónicas y pasión por los sucesos recreados. Por un lado las huestes napoleónicas en esa faena de sangre de intenso realismo, al limpio estilo de Perez Galdós y por el otro la añoranza por una ciudad colonial que desaparece, salvo en el recuerdo de los que la añoramos y visitamos. Felicitaciones!!

19 de enero de 2006 01:29 PM

Rafael Córdova Rivera dijo...

SI MI HERMANO...CUANDO ASISTIA AL CATECISMO EN LA PARROQUIA DE LOS HUERFANOS, DE 1946 AL 49, DEBIAMOS DOBLAR LAS CAMPANAS ENTRE VARIOS NIÑOS, NUESTRO PREMIO ERAN CARAMELOS DE NOGAL DULCEMENTE FABRICADOS POR LAS MONJITAS DE LOURDES O CANONESAS DEL CONVENTO VECINO AL COLEGIO NACIONAL ALFONSO UGARTE...SON RECUERDOS DE NIÑEZ EVOCADOS POR LAS CAMPANAS Y LOS DULCES

GRACIAS HERMANO

Padre Enrique dijo...

En Octubre de 2006, en el blog Harun al Rashid , el señor Siabala reclamaba que en Lima ya no suenan las campanas. Pero hemos vuelto, en San Pedro, a dar las horas, a tocar el Angelus. Veremos cuánto tiempo tarda la Municipalidad en llamarnos la atención por hacer ruidos molestos. Mientras tanto, seguiremos alegrando a nuestro barrio comercial tan venido a menos, como decía el padre Antonio Capel, transmitiendo “llamadas y respuestas íntimas entre el cielo y la tierra”.

W. Olaechea dijo...

Fotografías y blog

Luis:

Me he permitido visitar su blog y galería, por lo que
aprovecho para felicitarlo por la valiosa fuente documental
que enriquecen sus publicaciones, fotografías y escritos.
Perú es maravilloso!

Un abrazo.
W. Olaechea