sábado, 21 de agosto de 2010

Maximiliano I de México y la protesta peruana de Ramón Castilla

Maximiliano I, de México

Notas respecto a la segunda intervención francesa sobre México
(1862-1867)


Mexicanos al grito de guerra
el acero aprestad y el bridón.
Y retiemble en sus centros la tierra,
al sonoro rugir del cañón.

Coro del Himno Nacional Mexicano


Exordio

Correspondió, en la sexta década del SXIX, a las jóvenes repúblicas americanas -ex colonias de España- sostener su independencia tanto de la antigua metrópoli como también de los apetitos de algunas potencias europeas, en especial de la Francia del Segundo Imperio, que logra intervenir militarmente en México donde grupos importantes de conservadores se mostraron partidarios de la potencia europea para protectora de sus destinos bajo las ofertas de Napoleón III cuyo mal oculto plan era entronizar en el legendario país del águila, la serpiente y el nopal, a uno de los últimos Habsburgos.

Esto sucedió en el interregno de 1861 a 1867. Pero con el triunfo liberal encabezado por el itinerante presidente don Benito Juárez, tras la derrota del Emperador Maximiliano I y su dramático fusilamiento en Querétaro en el cerro de Las Campanas, el fatídico 19 de junio de 1867, terminó esta situación.

Francia retiro sus abatidas tropas para no repetir jamás otro intento.

Esa misma década, Perú, Ecuador y Chile, se habían de asociar militarmente para enfrentar también los mal disimulados deseos de la España de doña Isabel II. La soberana, mal aconsejada de la necesidad de recuperar para Iberia sus viejos y ricos dominios de América Meridional había despachado su flota, al sur occidente del continente americano, con el candoroso pretexto de llevar una misión con propósitos eminentemente científicos.

Pero con el fracaso de Abtao, en el archipiélago de Chiloé y el contundente rechazo del fuego de las baterías en la rada del Callao, en la memorable jornada del 2 de mayo de 1866, la flota del comodoro español Núñez de Vela partió a España, vía las Filipinas, para no intentar jamás otra aventura militar en este lado del mundo.

De esta cruenta forma, como en Ayacucho de 1824, en el Callao de 1866 quedaba asegurada la independencia americana largamente peleada.

La acción francesa en México concitó la protesta de las naciones ribereñas del Pacífico, pero sería la del Presidente del Perú, Mariscal don Ramón Castilla Marquesado la voz más potente. Con la acción demostró su disposición de acudir con las armas en apoyo de México.

Aquí una apretada síntesis de aquellos acontecimientos, los dramatis personae y su desenlace. Además, una muestra de la abierta política americanista del brillante mandatario peruano, liberal también como lo era su par mexicano don Benito Pablo Juárez García.

México y su deuda

Para 1860, México tenía contraída una cuantiosa deuda con Francia, Inglaterra y España de naturaleza impaga. Vencidos los plazos y apremios internacionales los soberbios acreedores europeos imposibilitados a la par que deseosos de recuperar sus especulativas ganancias subscribieron el Convenio de Londres. Ese documento expresaba el compromiso de resarcirse de sus acreencias sobre la base de una intervención punitiva en México.

Para este efecto embarcarían sus respectivas tropas expedicionarias. Pronto hicieron su entrada en el Golfo de México y aguardaron al ancla en la bahía del puerto de Veracruz.

El presidente Benito Juárez García, un letrado de pura raza india zapoteca, en gesto decidido y apoyado en razones coyunturales frente a la imposibilidad material de honrar las obligaciones contractuales de estado, contraídas en general durante épocas de dispersión administrativa por causa de las constantes guerras intestinas en especial la última llamada Guerra de Reforma o también de los Tres Años, había decidido tomar una drástica medida.

Conviene puntualizar que la Guerra de Reforma (1857-1860) enfrentó a los dos bandos en que se encontraba dividida la sociedad mexicana de liberales y conservadores. Juárez, contando con la respectiva aprobación legislativa había declarado suspendidos aquellos compromisos adquiridos y el aplazamiento del pago de la cuantiosa deuda a sus reclamantes europeos.

Don Benito Juárez García

Se hizo entonces efectivo el apremio y las tropas extranjeras transportadas por sus flotas desembarcaron en el puerto de Veracruz, tierra de los jarochos como también se reconoce a los veracruzanos. Su objetivo, la toma y sometimiento de la ciudad de México.

Las potencias extranjeras desembarcan sus tropas

En primer lugar, frente a esta coyuntura de fuerza, bajo el peso de la bota extranjera, el gobierno de don Benito Juárez entró a la negociación diplomática y accedió, impotente, pagar un monto exagerado de intereses, entre otros conceptos por destrozos de la Casa Jecker causados en los actos de la Guerra de Reforma; permitir el control total y absoluto de sus aduanas; la intervención directa en la política económica del país y; además, imponer un gobierno monárquico en México, bajo el subterfugio tuitivo de contrarrestar de esta forma el creciente poderío de los Estados Unidos, nación que había incursionado en México veinte años antes y habíale arrebatado inmensos territorios.

Únicamente España e Inglaterra aceptaron por separado las explicaciones mexicanas firmadas en los tratados llamados de La Soledad, acordando en principio el reconocimiento de la soberanía territorial, al de las acreencias del Estado mexicano y la apertura de nuevas negociaciones que beneficiaran tanto a México como a los particulares intereses de aquellas dos potencias invasoras.

El ministro español Juan Prim, satisfecho, ordenó el reembarqué y el retorno del ejercito español pero, de paso, alertó a la diplomacia mexicana que Francia no era de aquella opinión, puntualizando que continuaría con los ambiciosos planes expuestos por la representación francesa basada de sus propios y particulares intereses y tratados; que para ello observaría haber fallas en los recientes acuerdos de La Soledad, por todo lo cual exigiría el inmediato pago de la deuda; que la verdadera causa radicaba en que Francia se veía amenazada por Prusia y no tenían recursos con que solventar una guerra, por lo cual aguardaban ansiosos comenzar una invasión con dirección a la capital de la república, para obtener el pago de la deuda. Hecho que resulto cierto.

Segunda intervención francesa en México

Con las fuerzas expedicionarias francesas, premunido de sus particulares consignas políticas, venía envuelto en laureles de victoria, el general Charles Ferdinand Latrille, conde de Lorencez, quien partió de Veracruz en dirección a la ciudad de México, en solitario, debido al arreglo particular de México con ingleses y españoles.

Sus tropas incorporaban los regimientos de la famosa Legión Extranjera y los mamelucos egipcios en sus singulares uniformes.

Para contrarrestar este avance, el gobierno mexicano de Benito Juárez creó el Ejército de Oriente, primeramente al mando del general José López Uraga y posteriormente del general Ignacio Zaragoza, hasta entonces ministro de guerra y marina y veterano de la guerra con los Estados Unidos de 1874 y de la Guerra de Reforma.


Legionario



Carga de los coraceros de la Legión


Legionarios


Tropas mexicanas

Los charros, esos hábiles jinetes de sombrero alón, vistoso atuendo de casaca corta y pantalón ajustado cargado de adornos, pistola al cinto, lazo, sable y rifle, compartían puesto con los regimientos y batallones formales de línea y se aprestaban a una defensa en las afueras o goteras de Puebla, itinerario obligado de los franceses con rumbo a México. Los soldados del país en relativa inferioridad de armas, empírica pero constante experiencia y con un efectivo por debajo del número requerido, mostrábanse al margen de estas circunstancias y limitaciones con el valor redivivo de pelar su independencia una vez más, a como diera lugar.

Sin embargo, este fervor para detener el avance, particular dentro de los liberales, generalmente anticlericales donde menudeaban conspicuos líderes librepensadores, ergo masones, no hacía eco en los conservadores, católicos respetuosos de los fueros de la iglesia y las costumbres impuestas durante la colonia que, por el contrario, se mostraban ajenos y partidarios de esa intervención foránea.

Era esta una situación de pugna interna complicada y odiosa, pero el pueblo mexicano acudía nuevamente a las armas; en anterior ocasión lo habían hecho contra el ejército expedicionario de los Estados Unidos en su primera intervención expansionista de 1846 a 1848, como consecuencia de la indemnización que exigió a México bajo el pretexto de los daños ocasionados con la independencia del territorio mexicano de Texas, hecho que en verdad lo había propiciado Washington.

El antecedente de la primera intervención de EE UU en México

En aquella oportunidad, el ejército estadounidense, fuerte de 78000 hombres al mando del general Zachary Taylor, se apoderó de la capital después de una valerosa resistencia de 40000 mexicanos. Ambos bandos sufrieron cuantiosas bajas y de allí quedó la memorable acción de los Niños Héroes de Chapultepec, último bastión de la defensa que ofrecieron aquellos cadetes de México, vencidas que fueron las tropas regulares y cívicas que se interpusieron en el camino de aquella abrumadora invasión.

Estados Unidos tomó, desde entonces, el control sobre Texas, además del territorio en disputa entre México y Texas que comprendía toda la tierra al norte del Río Bravo y los territorios conocidos como Alta California y Santa Fe de Nuevo México; apropiándose de lo que hoy son los estados de Arizona, California, Nevada, Utah, Nuevo México y partes de Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma.

Significó para México la pérdida de más de 800.000 millas cuadradas, esto es más de 2.100.000 Km2, el 55% de su territorio nacional.

Ahora, tocaba a los franceses el turno de hacer incursión en territorio de la valiente nación azteca.

Al mando de las vistosas tropas francesas, como señalamos líneas arriba, venía un triunfador envanecido, colgado de sus blasones con los triunfos obtenidos en Solferino, Magenta, Argelia y Sebastopol. El general francés Charles Ferdinand Latrille, conde de Lorencez.

Conforme a lo que expresamos de él, reflejaba su persona una actitud insolente, de suficiencia y subestimación; lo prueba esta nota cursada al Mariscal de Francia Lannes, que reza así:

Somos tan superiores a los mexicanos en organización, disciplina, raza, moral y refinamiento de sensibilidades, que le ruego anunciarle a Su Majestad Imperial, Napoleón III, que a partir de este momento y al mando de nuestros 6.000 valientes soldados, ya soy dueño de México”.

Pero Lorencez, ignorante de la realidad, o a despecho de ella, estaba dispuesto a conquistar un país cinco veces más poblado que Francia, que sostenía una guerra civil permanente y que por el momento no registraba amenaza alguna de los Estados Unidos, pues aquella nación norteamericana también se encontraba ocupada en una durísima guerra de secesión.

Latrille estaba dispuesto a cumplir con hacer efectiva la intervención francesa, que de inmediato se hizo sentir. La consideraba fácil. Pero la ambición era superior a ese propósito conforme lo hemos historiado.

En la primera confrontación los mexicanos esperaron a las goteras de Puebla el ataque francés. Producida la acción y peleada en firme el resultado les fue adverso a los atacantes; costó caro a los franceses. Su general en jefe Lorencez, derrotado y sus destrozadas columnas fugadas en completa dispersión no pudo evitar el llanto ante semejante fracaso, con lo que decidió retirarse hacia Amozoc.

La guerra no terminó ahí, sino hasta 5 años después, en 1867, pero la batalla de Puebla representa un símbolo de resistencia en contra de la invasión de tropas extranjeras, que se recuerda y celebra.


Batalla de Puebla; en primer plano, mamelucos franceses

La coronación de Maximiliano I cuenta con el apoyo de parte de la aristocracia criolla que haciéndose eco de la oportunidad vio con agrado elevar la nación, tan decantada por las guerras civiles, al rango de monarquía que se ofrecía desde Francia y a las propuestas del emperador Napoleón III, de colocar uno propio en México apoyado por una expedición de 25000 hombres.

Fernando Maximiliano José de Habsburgo-Lorena o, en alemán, Ferdinand Maximilian Josef von Habsburg-Lothringen, noble y joven personaje austriaco de educación católica, crédulo y delicados propósitos, seducido por las garantías de Napoleón III como por la jubilosa y distinguida delegación de aristócratas venida especialmente de México, encabezada por José María Gutiérrez Estrada, Juan Nepomuceno Almonte y Miguel Miramón y la importante presencia de la señora Escandón esposa del más acaudalado terrateniente de México, don Antonio Escandón, portadora de la halagüeña noticia que el pueblo mexicano, en libre plebiscito, había expresado que lo necesitaba como emperador y lo aguardaba ansioso; de esta manera podría llegar a esa nación, grande en población de nativos ignorantes, las bondades de la cultura y la seguridad basadas en la fortaleza que representaba Francia.

Convencido de la sinceridad del emperador francés, los supuestos votos para su entronización como emperador de México, adulado por aquellas familias criollas mexicanas, emocionado y confiado en sus victoriosos generales, Maximiliano accedió gustoso atender ese clamor y embarcó para América en compañía de su joven esposa Carlota de Bélgica amén de numerosa corte. La travesía hacia costas mexicanas del Atlántico se realizó en la fragata francesa Novara. Patético, esa misma nave, años después, traería de vuelta sus restos mortales para quedar sepultos en Viena, su tierra natal.

El Segundo Imperio Mexicano, 1863 a 1867

El 10 de abril de 1864 se hace efectivo el ofrecimiento a Maximiliano de Habsburgo de la corona mexicana y la pareja fue coronada en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, quien de esta forma accedió al trono imperial como Maximiliano I.

En realidad el primer emperador que tuvo México había sido el general Agustín Cosme Damián de Iturbide y Aramburu, o con propiedad Agustín I de México (1783-1824) militar por cuyos esfuerzos se había logrado consumar la independencia el 27 de septiembre de 1821.

Pero, en diciembre de 1822, el general Antonio López de Santa Anna proclamó el Plan de Veracruz, con lo que antiguos insurgentes de ideas republicanas e inconformes se levantaron contra el emperador Agustín I quien abdicó en marzo de 1823 y exilió en Europa. El Congreso mexicano lo declaró traidor a la patria, dando órdenes para prenderlo en caso de que volviese. Iturbide, ignorante de esta resolución, regresó a México en julio de 1824. Al desembarcar en Tamaulipas fue arrestado y posteriormente ejecutado por un pelotón de fusilamiento.

Para la época de Maximiliano I, los mexicanos formaban un pueblo nativo numeroso y su mestizaje sumado a los años de lucha intestina los tenía unificados en materia de coraje y patriotismo. Por ello el novísimo emperador encontraría, para su asombro, la activa oposición personificada en un abogado y político, procedente del bajo pueblo -de raza zapoteca- el más enconado y resuelto enemigo.

Ante la nueva situación política impuesta por los franceses apoyada por los conservadores Benito Juárez García abandona la ciudad de México con sus hombres de gobierno, escoltado por sus tropas y pone rumbo al norte para organizar de forma itinerante un gobierno de resistencia y el llamamiento a las armas. Su proclama, además de alentar a la defensa para sacudirse del nuevo yugo, deja sentir la búsqueda de apoyo internacional.

La protesta peruana

Mariscal Ramón Castilla Marquesado

Este clamor de ayuda haría eco en el Perú y la sonora protesta americana del presidente del Perú, don Ramón Castilla Marquesado, se dejaría sentir en la voz de su canciller don Manuel Nicolás Corpancho quien premunido de plenos poderes marchó a México a la cabeza de una misión ante el presidente Juárez, para ofrecerle la ayuda necesaria del gobierno peruano ante la intrusión de Francia en los asuntos mexicanos, mal precedente para las naciones hispanoamericanas de las cuales el Perú formaba parte.


Manuel Nicolás Corpancho

El flamante diplomático viajó a Nueva York y Washington para establecer relación con sus pares mexicanos y preparar su delicada misión. Fue recibido oficialmente por el gobierno mexicano de Benito Juárez, el 16 de marzo de 1862, e inmediatamente se empeñó en una intensa actividad.

Gestionó la adhesión de México al Tratado Continental, suscrito en Santiago de Chile en 1856, para incluirse junto al Perú, Chile y el Ecuador. Documento que en su parte fundamental estipulaba la ayuda mutua en caso de ser agredidos por fuerzas provenientes de países extranjeros.

Cuando se produjo la segunda intervención francesa en México y la posterior proclamación del emperador Maximiliano I, Corpancho protestó contra tal intromisión foránea, con apoyo franco y decidido a la causa nacionalista de los mexicanos. Entonces el gobierno usurpador lo obligó a dejar el país, entregándosele sus pasaportes el 20 de agosto de 1863, por su conducta “en extremo hostil que siempre ha observado respecto al orden establecido y al gobierno emanado de él, abusando de su carácter oficial de un modo poco digno y conveniente, amparado con la protección del pabellón del Perú a enemigos notoriamente conocidos del gobierno”.

Esto último se refería a los liberales republicanos y nacionalistas mexicanos.

Se le dieron tres días para abandonar suelo mexicano, lo que se hizo efectivo en Veracruz el 9 de septiembre cuando embarcó Corpancho en el vapor español México, rumbo a La Habana; su intención era de unirse luego al gobierno de Benito Juárez.

Empero, la fatalidad se había de enseñorear con nuestro diplomático, la nave que lo conducía se incendió y como trágica consecuencia ese ilustrado peruano desapareció en aguas del proceloso Caribe.

Había sido secretario de Castilla durante sus campañas, especialmente contra el Ecuador y posteriormente contra Vivanco en Arequipa. Al momento de morir Manuel Nicolás Corpancho contaba 32 años de edad.

Entonces Castilla, caracterizado por un natural de suyo resuelto, solicitó permiso al Congreso para emprender gestiones ante Colombia y para pasar con rumbo a México tropas peruanas por Panamá, provincia por entonces perteneciente a esa república, en apoyo de las fuerzas de Benito Juárez en franca campaña para sacudirse del yugo francés.

Batalla de Querétaro y los fusilamientos del cerro de Las Campanas

Con la victoria de Querétaro, donde había acudido Maximiliano a la cabeza de sus tropas y después de la batalla que le fue adversa, el bienintencionado y crédulo Habsburgo tuvo que sufrir sumario juicio en aquella ciudad bajo un tribunal militar que falló por su fusilamiento y el de sus generales Miguel Gregorio de la Luz Atenógenes Miramón y Tarelo; y, Tomás Mejía.

A las siete y cinco de la mañana del 19 de junio de 1867, en cerro de Las Campanas de Querétaro, Maximiliano, Miramón y Mejía fueron fusilados por un pelotón de soldados republicanos del ejército del general Mariano Escobedo.


Fusilamiento de Maximiliano y sus generales Mejía y Miramón

Este hecho haría innecesaria la intervención peruana.

El congreso mexicano reconocido por el gesto votó por nombrar a Castilla Presidente Honorario de México.


Carta de Benito Juárez al Emperador Maximiliano

Una muestra de la personalidad de resuelto temple y entereza moral de don Benito Juárez se puede extraer de esta digna respuesta a los requerimientos del emperador llamándole a la paz y cordura.


30 de Agosto de 1864.

Respetable Señor:

Me habéis dirigido privadamente una carta fechada el 2 del corriente a bordo de la fragata Novara, y mi carácter de persona cortés y respetable me impone la obligación de contestarla aunque muy de prisa y sin meditación, pues, como debéis suponer, el importante y delicado cargo de Presidente de la República absorbe todo mi tiempo, y no me deja solaz ni aún de noche.

El filibusterismo francés está buscando minar y destruir nuestra nacionalidad, y yo que por mis principios y mi juramento soy el llamado a sostener la integridad nacional, su soberanía y su independencia, tengo que trabajar con mucha actividad, multiplicando mis esfuerzos, a fin de corresponder al sagrado depósito que la nación, ejerciendo sus facultades soberanas, me ha confiado. Esto no obstante, me propongo contestar, aunque muy brevemente, los puntos más importantes de vuestra carta.

Me decís que, "abandonando la sucesión de un trono en Europa, abandonando vuestra familia, vuestros amigos, vuestras propiedades y lo más caro del hombre, vuestro país, habéis venido con vuestra esposa Doña Carlota a tierras distantes y no conocidas, solo por obedecer un llamamiento espontáneo de una nación que fija en vos la felicidad de su porvenir". Admiro hasta cierto punto toda vuestra generosidad, pero me sorprende mucho encontrar en vuestra carta la frase "llamamiento espontáneo", pues yo había visto antes que cuando los traidores de mi país se presentaron bajo su propia autoridad, en Miramar, a ofreceros la corona de México con algunas actas de nueve o diez ciudades de la nación, no percibisteis en eso sino una farsa ridícula, indigna de la seria consideración de un hombre honrado y decente. En contestación a tal absurdo exigisteis la expresión libre de la voluntad nacional, como resultado del sufragio universal. Esto era pedir una imposibilidad; pero era el justo deber de un hombre honorable hacerlo: ¡Cuán grande, pues debe ser mi sorpresa, al veros venir al territorio mexicano, sin que se hayan cumplido alguna de las condiciones! ¿Cómo no he de maravillarme al veros aceptar la misma farsa de los traidores, adoptar su lenguaje, condecorar y tomar en vuestro servicio bandidos como Márquez y Herrán, y rodear vuestra persona con esta clase peligrosa de la sociedad mexicana? Hablando francamente, me he engañado mucho: porque creía y esperaba que erais una de esas organizaciones puras que la ambición no puede corromper.

Me invitáis cordialmente a que vaya a México; a donde os dirigís a fin de que celebremos una conferencia en unión de otros jefes mexicanos armados hoy, prometiéndonos las fuerzas necesarias para nuestra escolta durante el viaje y empeñando como fianza y garantía, vuestra fe pública, vuestra palabra y vuestro honor. Es imposible, señor, que acceda a esta instancia, porque mis ocupaciones oficiales no me lo permiten. Pero si ejerciendo mis funciones públicas, pudiera aceptar tal invitación, no sería suficiente la fe pública, la palabra de honor de un agente de Napoleón el perjuro, de un hombre cuya seguridad está confiada a los mexicanos traidores, y que en este momento representa la causa de uno de los que firmaron el tratado de Soledad. Conocemos demasiado bien en América el valor de esa fe pública, de esa palabra y de ese honor, justamente cómo sabe el pueblo francés lo que valen los juramentos y promesas de un Napoleón.

También decís que de la conferencia (si yo acepto), no dudáis que resulte la paz, y en ella la felicidad de la nación mexicana; que colocándose al imperio en un lugar de honor distinguido, contaría en lo futuro con mi talento y mi patriotismo para el bien general. Es indisputable, señor, que la historia de nuestros tiempos registre los nombres de grandes traidores, que han hecho traición a sus juramentos, a sus palabras y a sus promesas, que han sido falsos a su propio partido y principios, aun a sus antecedentes y a lo más sagrado para el hombre de honor: cierto también que en todos estos casos de traición el traidor ha sido guiado por la vil ambición de mando, y el deseo miserable de satisfacer sus pasiones y sus vicios; pero un hombre, a quien está confiado el cargo de Presidente de la República, saliendo como ha salido de las oscuras masas del pueblo, sucumbirá, si así lo decreta la sabiduría de la Providencia, desempeñando su deber hasta lo último, correspondiendo a las esperanzas de la nación que preside, y satisfaciendo las aspiraciones de su propia conciencia.

La falta de tiempo me obliga a concluir, y sólo añadiré una observación. Al hombre le es dado a veces atacar los derechos de otro, apoderarse de sus propiedades, amenazar las vidas de los que se atreven a defender su nacionalidad, hacer aparecer las más esclarecidas virtudes como crímenes y hacer resplandecer sus vicios como virtudes. Pero hay una cosa que está fuera del alcance de los falsos y perversos, y esta es la sentencia tremenda de la historia. Ella nos juzgará.

Benito Juárez

Tomado del periódico "La Independencia", Colima, del 28 de septiembre de 1864, reproducida por el Boletín Bibliográfico de la Secretaría de Hacienda y Crédito público; Sep. de 1864.

Decenas de documentos de don Benito Juárez:

http://usuarios.lycos.es/benito juarez/

Fuentes:


Grabados, tomados de INTERNET